El Buque Escuela Cuauhtémoc, símbolo de orgullo naval y emblema de la formación militar mexicana, fue protagonista esta semana de dos escenas opuestas: primero, como escenario de un acto político disfrazado de institucional; después, como víctima de un accidente que ha causado consternación nacional e internacional.
La presidenta Claudia Sheinbaum pidió con razón no politizar la tragedia. El respeto por los símbolos patrios y por las personas que sirven en ellos exige altura de miras. Pero el llamado pierde fuerza si se ignora lo que ocurrió antes del percance: desde la misma cubierta del Cuauhtémoc, se grabaron mensajes que promueven el voto para la elección judicial del 2 de junio, una campaña claramente alineada con el oficialismo y con la ministra Lenia Batres como figura destacada.
El hecho no es menor. El uso de un espacio institucional, político por naturaleza, como plataforma electoral no solo transgrede los principios de neutralidad del Estado, sino que contamina la narrativa posterior. ¿Cómo exigir respeto si se tolera —o se promovió— que la política partidista se subiera a bordo?
La ministra Batres, en vez de aclarar su postura ante el uso político del buque, ha centrado sus críticas en quienes «utilizan el accidente con fines políticos». Pero guarda silencio ante quienes usaron ese mismo escenario, días antes, para impulsar electoralmente.
En contraste, el mensaje emitido por la Armada de Colombia fue un ejemplo de institucionalidad y empatía. Sin ambigüedades, expresó su solidaridad con la Marina mexicana y con la tripulación del Cuauhtémoc, recordando que la formación naval es un compromiso compartido, por encima de banderas y coyunturas.
Este episodio abre una reflexión inevitable: ¿dónde trazamos la línea entre lo institucional y lo partidista? ¿Y quién la está cruzando?
La política, como la comunicación, no solo se ejerce con palabras. También con silencios. Y hay silencios que pesan más que cualquier discurso.
