En comunicación política, negar el problema no es una estrategia, es una irresponsabilidad. Y este sexenio ha sido ejemplo de cómo el discurso puede volverse una burbuja que ignora —o maquilla— la violencia estructural que vive el país.
Mientras desde el oficialismo se insiste en frases como “esto no está pasando en nuestro México”, el asesinato del fiscal de la FGR en Tamaulipas, Ernesto Vázquez Reyna, rompe con brutalidad esa narrativa. Ejecutado en Reynosa con armas largas y granadas, el ataque no sólo acabó con la vida de un funcionario de alto nivel, sino que mandó un mensaje claro: los criminales no temen al Estado.
Este hecho no es solo una noticia roja: es una crisis de autoridad, de control territorial y de comunicación gubernamental. Porque cuando el gobierno minimiza, evade o ignora estas tragedias, pierde algo más que credibilidad: pierde el monopolio simbólico de la legitimidad y la esperanza.
El sexenio de Andrés Manuel López Obrador deja como herencia una estrategia de seguridad fallida, sostenida más en slogans que en resultados. La idea de que la paz se construye con abrazos ha demostrado ser no solo insuficiente, sino profundamente costosa en vidas humanas.
Desde la perspectiva comunicacional, la narrativa oficial está agotada. Las promesas de paz y seguridad contrastan con una realidad incendiaria: fiscales ejecutados en calles públicas, territorios controlados por el crimen organizado y un Estado ausente.
Y mientras el expresidente vive recluido en Palenque, los funcionarios actuales continúan repitiendo el libreto, incapaces de reconocer que México no necesita más discursos, necesita respuestas.
Porque si un fiscal federal puede ser asesinado a plena luz del día, ¿qué mensaje recibe el resto del país?